Los “abogados del diablo”

Es muy probable que no muchas personas sepan que el concepto “abogado del diablo” –“advocatus diaboli”, en latín– se remonta a varios siglos atrás y hace referencia a un apelativo popular que se relacionaba con el fiscal (o promotor de la fe) en los antiguos juicios y/o procesos de canonización de la iglesia católica.

La principal función de este abogado –habitualmente un sacerdote con un doctorado en Derecho Canónico– era cuestionar, exigir pruebas, objetar y poner al descubierto todos los errores, falsedades u omisiones contenidas en la documentación presentada por la contraparte que buscaba demostrar las virtudes y los méritos del candidato propuesto para ser elevado a la categoría de “beato” o de “santo de la Iglesia”. Esta metodología fue establecida en el siglo XVI por el Papa Sixto V, y posteriormente, fue abolida por el Papa Juan Pablo II en el año 1983.

En el lenguaje popular, hacer las “veces del abogado del diablo”, describe una acción, en que un Sujeto B, frente a un cierto punto de vista u opinión expresada por un Sujeto A, adopta una postura opuesta a la de su interlocutor, bajo el “supuesto” –demasiado a menudo de dudosa sinceridad– de ampliar el debate, o bien, con la finalidad de analizar y explorar la idea de manera más profunda, utilizando, en realidad, argumentos y razonamientos que están en total oposición de la idea del sujeto A, sin que B entregue una idea a cambio que sea mejor, ya que sólo se limita a destrozar la idea de A.

Lo cierto, es que en la actualidad este concepto se utiliza con la finalidad de argumentar en contra de una idea, sin que el sujeto que argumenta en contra de dicha idea esté, realmente, comprometido o, siquiera, interesado en la propuesta en discusión.

Tal como lo demuestran Tom Kelley y Jonathan Littman en su libro “Las diez caras de la innovación” muchas personas han debido pasar por esta incómoda situación, en que una persona propone una idea ante un grupo de colaboradores que están analizando y discutiendo un nuevo proyecto y obtiene una entusiasta oleada de apoyo por parte del grupo. Sin embargo, cuando parece que el grupo ya está alcanzando la “masa crítica” de apoyo que permite dar el paso siguiente, en forma repentina, y en un instante que puede ser descrito como trágico, las esperanzas del dueño de la idea se derrumban completamente  al ver cómo se levanta de la mesa un sujeto que lanza las fatídicas palabras: “Quisiera hacer de abogado del diablo…”.

Pues bien, tal como lo destacan Kelley y Littman, luego de “invocar el increíble poder protector de esta frase –aparentemente inocua–, el orador se siente libre para disparar impunemente sobre  la idea”. La razón es simple: no sería el sujeto que tomó la palabra el que estaría destrozando la idea, sino que sería el “abogado del diablo” el que estaría formulando las despiadadas críticas. Dicho de otra manera: el abogado del diablo se autoexcluye del grupo y, de esta manera, evade olímpicamente “cualquier responsabilidad personal por el ataque verbal” al cual comienza a someter a la persona que primero aportó la idea, mientras destroza y termina por lanzar la propuesta a una flameante hoguera para que termine de ser incinerada.

A la hora de analizar proyectos y tomar las decisiones correspondientes, este tipo de maniobras por parte de los temibles abogados del diablo son más habituales en las empresas de lo que uno piensa. Kelley y Littman van más allá y aseguran que el abogado del diablo, hoy por hoy, sería “el mayor asesino de innovaciones”, por cuanto,  cada día, miles de excelente ideas, proyectos, conceptos y planes son despedazados y arrancados de raíz por algún abogado del diablo. Esto por una parte.

Por otro lado, lo que hace aún más siniestro a este personaje, es que alienta a otros destructores de ideas para que adopten la perspectiva o visión más negativa acerca de la propuesta, focalizándose exclusivamente en los inconvenientes, los problemas o los desastres inminentes que podrían acontecer, si es que se llegara a implementar el proyecto o la idea propuesta, pero nunca en sus ventajas y aspectos favorables.

Ahora bien, si una persona no quiere caer en la tentación de convertirse en el abogado del diablo de turno, debe aprender, que es preciso entregar los argumentos y las pruebas necesarias con la finalidad de defender una idea propia en oposición a la idea de otro individuo, lo cual, naturalmente, no significa –ni tampoco implica–, estar adoptando el rol de asesino de  una idea ajena.

Por lo tanto, muy distinto es el caso, si lo que se busca, es entregar una perspectiva o mirada diferente de lo que piensa u opina la otra persona (o grupo de personas), perspectiva que va acompañada de los datos e información que demuestran que esta “mirada” personal tiene más visos de ser cierta y correcta que la que ha presentado el primer sujeto, puesto que en este caso estamos frente a dos ideas distintas, ideas que incluso, pueden eventualmente, llegar a ser complementarias. Lo anterior, en lugar de dedicarse, única y exclusivamente, a reventar la propuesta de nuestro interlocutor.

Es así, por ejemplo, que si se está ocupando la metodología de la “lluvia de ideas” (o también “tormenta de ideas”), nunca jamás se debe desechar –ni descalificar– la idea que haya sido propuesta por alguno de los participantes tachándola como una  “idea tonta”, “idiota” o “sin sentido”, puesto que lo único que se logra con esa actitud despectiva, es que el participante se sienta tan avergonzado y humillado frente al grupo, que de ahora en más, no volverá nunca más a tomar la palabra para proponer alguna idea u opinión.

Entonces, ¿por qué razón es tan importante tomar ciertas precauciones ante este tipo de situaciones y de sujetos? Muy simple: porque las innovaciones representan el necesario “fluido vital” de cualquier organización, en tanto que el abogado del diablo representa a un sujeto peligrosamente tóxico, especialmente, cuando no tiene nada que ofrecer a cambio de lo que ha sido propuesto por otros, salvo el uso de un lenguaje negativo y destructivo que asesina, obstruye y despedaza las ideas de los demás.

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