El deseo y el gusto por el saber.

Por Dr. Franco Lotito C.  –  www.aurigaservicios.cl, Académico, escritor e investigador (PUC-UACh)

“El saber no pesa ni ocupa lugar” (Aristóteles, año 384 a.C.)

La sabiduría, sapiencia o erudición hace referencia al conjunto de conocimientos amplios y profundos que se adquieren a través del estudio y/o de la experiencia. Asimismo, la sabiduría alude a aquella facultad que tienen algunas personas para actuar con sensatez, prudencia y acierto, algo que, hoy en día, echamos mucho de menos, por cuanto, la impulsividad, la baja capacidad de autocontrol de impulsos y la falta de sentido común –cada vez en mayor medida– se apoderan del horizonte, echando a un lado y/o aplastando todo atisbo de sensatez en la población, condición que permite que afloren con más fuerza que nunca los más bajos instintos del ser humano: el racismo indiscriminado contra todo aquél que no se parece a mí; los prejuicios u opiniones preconcebidas hacia algo o alguien –generalmente, de carácter negativo–; el uso de la violencia como método preferido para resolver las diferencias de opinión; el desdén y la indiferencia en relación con el sufrimiento ajeno.

En este sentido, las buenas intenciones de las personas no bastan ni son suficientes para lograr un cambio de rumbo, ya que se requiere de hechos, actos, ejemplos y acciones concretas por parte de las personas, si es que queremos hacer la diferencia y dejar una huella detrás de nosotros. Y con huella no me refiero, por cierto, a dejar una “huella de carbono”, es decir, el conjunto de emisiones de gases de efecto invernadero producidas –directa o indirectamente– por las personas, sino que a un “legado personal” por el cual seremos recordados por la sociedad donde nos tocó en suerte nacer y  desarrollarnos.

La sabiduría y la erudición, por su parte, se vinculan directamente con la presencia de curiosidad intelectual y el profundo deseo de conocer y saber más, lo que en forma automática impulsa al sujeto a un constante proceso de descubrimiento y de aprendizaje, es decir, aquél cambio interno de conducta que permite la adquisición y elaboración del conocimiento, y la acumulación de experiencias.

Samuel Johnson, ensayista, biógrafo, poeta y lexicógrafo de origen inglés, aseguraba que la curiosidad era una de las más permanentes y más seguras características de que una persona posee una vigorosa inteligencia.

Hoy en día, se dice que vivimos en una época que está marcada por la abundancia –y sobreabundancia– de información, en función de lo cual, muchas más personas pueden saber más cosas, de manera más fácil y de formas como nunca antes en la historia de la humanidad se pudo hacer.

Sin embargo, para que se alcance esa sapiencia, erudición y sabiduría, primero que todo, hay que querer saber, por cuanto, el conocimiento podrá estar al alcance de nuestras manos, pero si no existe una mente ávida por adquirir dicho conocimiento, si no hay una persona que esté movida por la curiosidad, por la inquietud de aprender, por una sed por respuestas, en definitiva, por alguien deseoso de saber y enriquecerse de ese conocimiento, es muy poco lo que se puede hacer y de nada servirá la abundancia de información.

Por lo tanto, tal como lo señalaba el estadista y literato Philip Stanhope de Chesterfield, si no plantamos desde muy jóvenes el árbol de la sabiduría en nuestras mentes, este árbol no podrá prestarnos su maravillosa sombra al llegar a la vejez. ¿Por qué razón es importante esta afirmación? Muy sencillo de responder.

El periodista, crítico y columnista John Peder Zane escribió hace un tiempo atrás una columna titulada “La curiosa falta de curiosidad”, a raíz de detectar un rasgo muy preocupante en las nuevas generaciones de estudiantes: a estos estudiantes no les importa mucho no saber, en función de lo cual, los jóvenes poseen, hoy en día, menos conocimientos de los que debieran tener.

En el pasado, la “ignorancia era fuente de vergüenza”, en tanto que hoy, merece apenas una mirada de indiferencia, acompañada de un simple encogimiento de hombros.

Y así como el mar de información disponible propicia la formación de especialistas –gente que sabe mucho acerca de una sola cosa a la cual le puede sacar provecho– da la impresión que el hecho de adquirir nuevos conocimientos porque sí –tal como leer un libro acerca del cual no hay que dar una prueba o un examen– ello atrae la atención de cada vez menos estudiantes, por considerarlo… “una lectura inútil”. Su respuesta y actitud habitual es… ¿para qué voy a leer ese libro, si no me van a colocar nota por leerlo?

Albert Einstein, uno de los genios más grandes de la humanidad, ganador del Premio Nobel de Física, fue muy enfático al afirmar que aquel sujeto que no posee el don de maravillarse ni de entusiasmarse con el conocimiento, más le valdría estar muerto, porque sus ojos están cerrados.

Aquellas mentes que dejan huellas y un legado tras de sí, lo que hacen es escudriñar horizontes más amplios, no conformándose –exclusivamente– con sus áreas de experticia, sino que se dedican –con interés, pasión y ahínco– a explorar diversos otros ámbitos del conocimiento con un gran objetivo: adquirir sabiduría, ampliar el acerbo de sus conocimientos con la finalidad última de entregar dicha sabiduría a todo aquél que tenga el deseo íntimo de crecer, de aprender más y, finalmente, de llegar a la cúspide de la famosa pirámide de Abraham Maslow, a saber, alcanzar la “autorrealización”, es decir, el logro efectivo por sí mismo(a) de aquellas aspiraciones y objetivos vitales de una persona, y la consiguiente satisfacción y orgullo que se siente por ese gran logro.

Tengamos entonces, siempre presente la frase del filósofo griego Aristóteles, frase que ha perdurado entre nosotros por casi 24 siglos: “El saber no pesa ni ocupa lugar”.

 

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