La filosofía en la ciudad
Por Guillermo Tobar Loyola – Académico Instituto de Filosofía, Universidad San Sebastián, Sede De la Patagonia
Cada año, el tercer jueves del mes de noviembre se conmemora el día internacional de la filosofía. A nadie sorprende que para diseñar el trazado de una autopista o edificar los cimientos de un imponente edificio, no se llama a un filósofo, sino más bien a un calculista, un ingeniero o un arquitecto. Caminar por nuestras ciudades es reconocer en cada esquina la mano y el ingenio de estos profesionales.
Pero, si la filosofía no sirve para urbanizar ciudades ni facilita el desplazamiento a través de calles y carreteras ¿para qué sirve? La importancia del razonamiento filosófico radica en el estímulo del pensamiento crítico. Pero ¿es importante pensar críticamente en una ciudad? La pregunta parece estar de sobra y nadie se atrevería a negar su valor. Sin el pensamiento crítico no es posible pensar adecuadamente y algo más grave aún, no es posible pensar por uno mismo. Cuando esto ocurre surgen de súbito ideas o individuos dispuestos a pensar por nosotros.
Pensar críticamente es un proceso mental que, guiado por un razonamiento y un análisis acerca de un tema o una situación particular, permite ordenar las ideas con el propósito de comprender personalmente el significado real de las cosas.
En el pensamiento crítico son más importantes las preguntas que las respuestas, pues éstas no nacen de la pura ignorancia; no es cuestionable algo que se desconoce por completo. Preguntar nos sitúa en un plano superior. Ubicados en ese lugar nos cuestionamos acerca de lo ya conocido, acerca de lo que experimentamos como una “dulce” rutina, pero que jamás hemos pensado que tal vez podría ser una rutina diferente.
El filósofo (el que piensa) también participa de la ciudad cuando se pregunta por el valor de sus monumentos y tradiciones o cuando se cuestiona por la destrucción, el abandono o la violencia de sus calles. “Hacer preguntas es prueba de que se piensa”, dijo el poeta hindú R. Tagore.
Reconocer esta realidad implica honestidad intelectual que sitúa a los humanos por encima de los animales, ya que éstos sólo pueden “conocer” aquello que tiene una relevancia biológica o instintiva, nada más. En cambio, hombres y mujeres, tenemos una necesidad innata de conocer el mundo para interpretarlo y dotarlo de sentido y, esto incluye, por supuesto, la creación de ciudades confortables, razonables y más humanas que promuevan el pensamiento y la felicidad de sus habitantes.
Por ello, quien piensa no vive ajeno, sino inmerso en lo que sucede y en lo que debe suceder en la ciudad. La razón de semejante necesidad tiene una explicación básica: no queremos vivir engañados sino atentos a distinguir la realidad de la fantasía.
Paradójicamente -a pesar de esta “necesidad innata”- a veces creemos “pensar” cuando, en realidad, nos engañamos a nosotros mismos. Esto sucede en nuestros días particularmente en quienes eligen asumir ideas o actos por el solo hecho de ser menos exigentes; otros prefieren seguir sin más las pulsaciones de sus propias emociones o caprichos del momento.
Con más frecuencia de lo esperado hallamos individuos que consumen las mejores energías de la vida en discusiones triviales, pequeñas e intrascendentes y olvidan las esenciales porque implica el arduo trabajo de pensar lógicamente. W. Churchill en su estilo característico lo explica: “La principal diferencia entre los humanos y los animales es que los animales nunca permitirían que los lidere el más estúpido de la manada”.