La nueva inquisición del siglo XXI: Un juicio mediático sin ética ni responsabilidad
Por Bernardo Candia Henríquez
La inquisición, ese oscuro capítulo de la historia, cuyo origen se remonta al siglo XII en Francia bajo el mandato del Papa Lucio III, fue una institución creada con el propósito de erradicar la “herejía” y controlar las creencias de quienes desafiaban los dogmas establecidos por la Iglesia Católica. En su época, la inquisición se caracterizó por un uso brutal de la tortura física, la humillación pública y un juicio carente de toda ética. La frase de Antoine de Lavoisier, “Nada se crea, nada se destruye, solo se transforma”, parece aplicarse hoy más que nunca, pues, aunque la inquisición formal ya no existe, sus métodos han mutado y se han adaptado al siglo XXI. El campo de batalla ha cambiado, pero el fanatismo, la condena sin pruebas y la persecución siguen vivas, solo que ahora con la poderosa arma de los medios de comunicación.
Hoy en día, los matinales de la televisión nacional, encabezados por figuras como Julio César Rodríguez, José Luis Repenning, Monserrat Álvarez, José Antonio Neme y Priscila Vargas, entre otros, se han convertido en un moderno foro de inquisición. En lugar de promover el análisis serio, la reflexión y el respeto por los derechos fundamentales de las personas, estos programas se alimentan de la tragedia ajena, de la vulnerabilidad de los más débiles, para generar sensacionalismo, aumentar el rating y alimentar el morbo de la audiencia. La “nueva inquisición” no necesita torturas físicas; su tortura es psicológica, y sus métodos son sutiles, pero igualmente destructivos.
Lo que estos programas han logrado es crear una atmósfera de condena pública anticipada, en donde el derecho a la presunción de inocencia se desvanece en favor de una exhibición mediática que reduce a la persona a un simple espectáculo. Casos como el de la exalcaldesa Cathy Barriga o el de Manuel Monsalve son claros ejemplos de cómo los medios no solo se hacen eco de las acusaciones, sino que las amplifican hasta el punto de hacer que el espectador crea que la culpabilidad de los involucrados ya ha sido determinada. La condena, previamente emitida en los estudios televisivos, se filtra en la sociedad, y la vida de los acusados queda marcada para siempre, sin importar los resultados de la justicia.
Se olvida, en la frágil mente del espectador, que es la justicia quien determina las responsabilidades y en los casos actuales, no solo se ha condenado a los acusados, sino también, se ha revictimizado a quienes denuncian, exponiendo sus vidas sin pudor.
Este tipo de periodismo, si es que podemos llamarlo así, no busca informar, sino generar espectáculo a toda costa. La ética profesional y la responsabilidad social parecen ser conceptos olvidados en la carrera por el rating. La “transparencia” que defienden estos programas es una fachada; lo que realmente promueven es un hiperrealismo morboso, donde el sufrimiento ajeno se convierte en un producto de consumo para la audiencia, que no se detiene a pensar en las consecuencias que este juicio mediático puede tener en la vida de las personas afectadas.
Los conductores de estos espacios, más que figuras de autoridad o líderes de opinión, se convierten en jueces sin juicio, que se permiten emitir veredictos antes de que la justicia haga su trabajo. La falta de responsabilidad de los medios y la obsesión por la audiencia han logrado crear una cultura donde la tragedia ajena se convierte en un negocio lucrativo. Y lo más preocupante de todo es que la gente lo consume sin cuestionar, como si fuera parte del entretenimiento, sin tener en cuenta que lo que está en juego es la dignidad humana de quienes son señalados.
Es hora de reflexionar sobre el papel que juegan los medios en nuestra sociedad. La inquisición del siglo XXI no necesita tribunales eclesiásticos ni torturas físicas. Su poder radica en la manipulación de la información, en la desinformación y en la condena pública anticipada. Es un ejercicio de poder que busca despojar a las personas de su derecho a la privacidad y a la presunción de inocencia, todo en nombre de la libertad de prensa, que en realidad se ha convertido en la libertad de juzgar y humillar sin remordimientos.